martes, 12 de marzo de 2019

UN DÍA DE PARQUE

UN DÍA DE PARQUE

Los fines de semana la gente escapa de esta ciudad al mar o la montaña,
yo me quedo tumbado en el césped del parque enfrente del lago
durmiendo delante de todo el mundo
en un sueño único en el que cada segundo vale por un año de sueño normal,
entonces el sol empieza a calentar
y desaparecen las corrientes invisibles
que arrastran a la sociedad
y todas las leyes que la rigen bajan de sus alturas y 
empiezan a pasar en vuelo rasante descarado 
hasta casi poder tocarlas con la mano,
los gritos de los niños cambiando los cromos de la liga 
dejan de taladrarme la cabeza y se
vuelven hipnóticos y llenos de alegría, como en un mercado en la 
prehistoria de la religión capitalista
cuando solo existía el trueque justo y natural,
y las chicas que se han quedado solas el fin de semana 
diciendo que tenían que estudiar pasean escotes imposibles
y los camellos las silban desde lejos
y los indios las venden cervezas
y los hipies
collares y pulseras que se prueban mirándose
en la pantalla del teléfono desde todos los ángulos posibles,
y los saxofones que conspiraban jazz contra el reinado de la armonía
escondidos entre los árboles del parque
las dedican canciones de amor para adolescentes usando 
los ruidos metálicos que los autubuses y las obras que cruzan por la ciudad 
hacen sin querer,
y yo las voy poniendo una letra,
y la fina capa de palabras se mueve al mismo ritmo siniestro y templado
que las aguas estancadas del lago
con sus siluetas de peces histéricos chocando entre ellos y
peleándose por cualquier cosa que
se les cae al agua cuando se pasan los porros y las latas de cerveza 
y las bolsas de patatas
mientras toman el sol en bikini encima
de las barcas,.
Los fines de semana la gente escapa de esta ciudad al mar o la montaña,
yo me quedo tumbado en el papel en blanco
y la autopista que suena por encima y que rodea a la ciudad con su enorme curva
cerrada parece el dragón chino que oscila entre el bien y el mal
dando vueltas sobre si mismo para encontrar la mejor posición y echarse a roncar
día y noche durante otros 100 años más,
y un gitano rumano que va arrastrando 
con su carro una enorme forma abstracta de chatarra
que ha ido recogiendo en los contendores se cruza con un niño al que llevan
en un carrito agarrando un pequeño currusco de pan,
y ni las cláxones de los coches, ni la gente,
ni toda la música de la ciudad lo conseguirán despertar.

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